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Misal Dominical

El Evangelio que la Iglesia nos propone para este segundo domingo de Cuaresma es el de la Transfiguración: Jesús sube a un monte con sus discípulos y ahí ocurre una teofanía (una manifestación de la divinidad de Dios) a la que denominamos “transfiguración”. La teofanía incluye no sólo algo que se ve sino también algo que se oye: se trata de la voz del Padre que dice “Este es mi hijo amado, escúchenlo”.

 

Los discípulos no solo vieron, sino que también escucharon esa teofanía. ¿Qué hizo posible eso? Ante todo, el que Dios quisiese comunicarse con ellos. Pero esa apertura a la comunicación con Dios estuvo precedida por esa dimensión ascética de subir con Jesús al monte. El monte es también una imagen del esfuerzo en el que somos acompañados por Dios y que pasa de un simple caminar cuesta arriba a un amar mientras se sube o a un subir amando. Es lo que le damos a Dios porque Él nos permite tener algo que ofrecerle. Nace del amor y se convierte en amor. Es lo que la Iglesia ha denominado ascesis.

 

Pero el Evangelio no cuenta sólo eso, también habla de un premio a esa ascesis: el premio no es la teofanía de la transfiguración sino la capacidad de percibirla. Lo que hace capaces a los apóstoles de ver y oír es su amor hecho ascesis.

 

Eso nos enseña algo: ante todo que Dios quiere comunicarse con nosotros. Nosotros también somos apóstoles y por eso esa voz del Padre pidiéndonos escuchar a su Hijo se extiende hasta nosotros. La pregunta es, ¿lo escuchamos? Es bastante probable que, si nuestra mente está inundada por las imágenes o los sonidos de las redes sociales, dificultemos el que la voz del Señor llegue hasta nosotros. Hemos mencionado las redes sociales, pero más allá de ellas, hay muchos ruidos y recuerdos que interfieren la comunicación que Dios quiere tener con nosotros